Siempre pensé que las presentaciones de libros son incómodamente necesarias. Y ahora tengo miedo de repetir, una vez más, lo que ya dije otras veces cuando me han pedido que presente un libro. Por ejemplo, que es un gesto inútil éste de comentar un libro que, todavía, nadie leyó: en estos casos, la mejor estrategia suele ser llamar la atención sobre algún rasgo particular del libro, leer un fragmento, decir algo agudo, inteligente o quizá brillante.
No me gustan los presentadores de libros que con tanto afán de lucimiento, con tanta frase elaborada, con tanta escritura, terminan por opacar el objeto de la presentación que pasa, muy descortésmente, a segundo plano.
Cuando Vigna me propuso ser presentador de su libro no pude negarme, aunque hubiese preferido que no me lo propusiera… porque entonces estaría tan pancho como ustedes viendo qué dice ese tipo o qué dirán esos tipos sobre ese libro que no leí. ¿Se tomarán mucho tiempo? ¿Cuándo empezará la prometida música, cuándo la bebida?, etcétera.
El libro es muy bueno y estuve merodeando la redacción de varios de los textos que lo constituyen. ¿Y? Bueno. No sólo leí el libro y me dejé llevar por sus extrañas narraciones, algunas de las cuales leí en su versión dactilográfica; además debí releerlo para decir algo en esta circunstancia.
Viví, por supuesto, o, mejor, reviví la experiencia reveladora de que leer un libro no es lo mismo que leer un conjunto de relatos dactilografiados (tipiados, como se dice) en una hoja A4; ni hablar de leer en una pantalla. Recibí de manos del autor unos de los primeros ejemplares que autografió. Gracias, pero me di cuenta que el privilegio me vino porque tenía que hacer mi tarea.
Como dije, he estado muy cerca de la redacción de estos textos y bastante también del proceso de edición. ¿Y si él se hubiese sentido obligado a pedirme que comente-presente su libro? Sospeché eso y no me animé a decírselo. Pero por qué me eligió a mí, por qué, me decía. En estas cavilaciones estaba cuado me vino una idea. Genial, creo. Una idea que sin dudas estaba destinada a romper la tradición del género (del género “presentación de libro”, claro). Voy a pedirle a Diego que escriba algo para que yo lo lea, me dije. ¿Cómo? Sí, le pediré que escriba un par de cuartillas acerca de lo que… ahí vacilé un poco: qué le pediría que escriba: a) lo que le gustaría que digan de su libro, b) lo que cree que su libro dice, es decir, lo que considerase que podría agregar a lo que los propios textos dicen. Pensé que lo mejor era hacerle la propuesta bífida y que él decidiera. Ensayé varias introducciones; alguna ligera: no sé, escribí cualquier cosa, lo que recuerdes de los textos, alguna interpretación; eso: una interpretación de los cuentos. Lástima que no sea un libro de poemas, se facilitarían las cosas, porque de la poesía se puede desencadenar un sinnúmero de interpretaciones. Pero no: ese libro es de cuentos. Narraciones algunas muy breves, otras no tanto, que no necesitan ninguna explicación subsidiaria. Bueno, puede ofrecerse a los lectores alguna clave de lectura o, lo que es más interesante: revelar los vasos comunicantes que conectan los distintos relatos. Ahí me detuve: con tantas advertencias estaría condicionando su comentario, su texto crítico sobre su libro.
No me animé. Pensé que él –20 años más joven que yo– diría –o pensaría–que esta propuesta, lejos de ser revolucionaria, era ni más ni menos una chambonada. Nada que ver, pensaba: si supiera, si yo pudiera hacerle saber que lo importante no era quién escribía la crítica sino, quién la leyera esa noche –qué poco convincente suena. No me animé a pedirle que hiciéramos eso y me doy cuenta de que los he privado a ustedes de algo que difícilmente está a la mano de los lectores: la crítica de los textos por su propio autor. Ustedes saben que es muy frecuente, sobre todo en provincias, que los propios autores del libro escriban la contratapa del libro. Por qué un autor –de provincias, hecho en Neuquén, como reza la solapa del libro– no escribiría la presentación de su libro, como se escribe un prólogo. Muchos autores prologan sus libros.
Los días pasaban, esta noche se acercaba y encontré una solución a mi dilema: si no podía pedirle, por pudor, que escribiera el comentario de su libro, al menos podía yo imaginarlo y me decidí por eso. (He estado muy atento a los acontecimientos recientes y me felicito de haber tomado esta decisión, porque esta mañana nuestro matutino nos sorprendió con una entrevista al susodicho autor que habla de su libro). Entonces, ahí va. Lo que creo que cree él de su libro.
“Primero tengo que reproducir el protocolo: escribir sobre un libro es una consigna en algún punto incómoda y difícil, y más cuando se trata de historias como éstas. Así que, en el comienzo, puedo limitarme a mirar el libro. La tapa es confusa, la interpretación de la foto depende de la distancia, y eso se adecua perfectamente a las cosas que viven dentro de las historias del libro. La tapa, desde lejos, no se sabe si es una explosión de rojo, una explosión de gases, humo, o alguna otra sustancia en algún tipo de aire (o de vacío). Y hasta puede llegar a ser la mitad precaria de un corazón. La mitad de un corazón irregular, sin contornos. Ahora bien: de cerca, ese volumen de rojo, todo eso que no se entiende mucho pero que se mueve, se convierte en el pelo muy enrulado de una persona, y lo que aparece nítidamente es un perfil. Las líneas de un perfil. Una nariz, una boca, un mentón, y un punto de luz, sobre todo eso, que refleja una pupila. Como afirma una de las historias del libro, un punto que hace brillar lo que generalmente no brilla: lo negro del centro de los ojos.”
Efectivamente, ahora vuelvo a hablar yo, lo que acabo de leer es típico del que empieza los libros por los detalles exteriores. El autor se demora en la superficie, en la tapa.
“Después, en el libro, comienza a aparecer el contenido textual: lo que lo convierte, en definitiva, en un libro. Se presenta una contratapa que propone una tesis interesante: dedicar el libro al miedo, por parte del autor, para no tener que dedicárselo al amor. Una vez abierto, efectivamente aparece una dedicatoria al miedo y nada más; y a continuación un epígrafe que cita un fragmento de canción de Belchior, tal como dice ahí, exaltada en la voz de Adriana Calcanhotto. El epígrafe corresponde a la canción titulada ‘Esquadros’.”
Ahí está. Perfecto. Primero la tapa, después el epígrafe. Detenerse en el epígrafe.
“¿Pero qué relación tiene esto con la confusión inicial de la vista, y con la materia del libro, con las entrañas de estas cinco historias? Yo, Marcelo Casarin, me puse a buscar la letra completa de esta canción, y sin querer me encontré en medio de algunas sensaciones sobre la voz intérprete de Calcanhotto. El epígrafe de la canción dice que alguien anda por el mundo y que los autos corren ¿para qué? Y los chiquitos, ¿para dónde corren? Ese alguien, en el epígrafe, dice transitar dos lados de un mismo lado, dice gustar de los opuestos. Dice exponer su modo, dice mostrarse y, por último, se hace una pregunta: ¿para quién canto?”
(Creo que acá le faltó algo, una especie de didascalia que debió agregar: Casarin lee el epígrafe en portugués)
Para quién es el canto, se pregunta: diría Vigna tratando de hacerse el Casarin; entonces ahí se revela en esa traducción libre y sintomática: yo canto para quién, dice el texto.
“Resulta que en otros pasajes de la canción, ese alguien también se interroga, en su andar por el mundo, dónde están sus amigos. Se pregunta dónde está su alegría y su cansancio; dónde está su amor. Dónde están esas cosas de las que nadie, al final, puede despegarse, como la mismísima soledad: la certeza de que en muchos momentos no se tiene a nadie al lado.
El estribillo de “Esquadros” enumera el acto de mirar. Una pequeña lista de un ensimismamiento cotidiano. En el estribillo, alguien mira por la ventana de un auto, por la ventana de un cuarto, a través de una tela. Y en esa mirada concluye que todo tiene su escuadra: todo lo que se ve puede parecer encuadrado, aunque no se lo entienda.”
Fíjense que ya van varias líneas dedicadas primero a la tapa, después al epígrafe; luego a la relación entre la tapa, el texto de la contratapa y el epígrafe. Entonces, me digo, seguramente ahora volverá al texto de la contratapa. Dicho y hecho. Sigue él.
“Podría entonces hablar aquí, como ya ha dicho Ricardo Romero en la contratapa, de todas las cosas sin nombre que les suceden a los personajes de estos cuentos; cosas que brotan, en este caso, entre hombres y mujeres, entre amores y miedos, entre insultos y silencios. Y omisiones.”
Sospecho que no dirá nada de los textos, estoy casi seguro que no dirá nada de esos sugerentes títulos: “Una pequeña sonrisa de colores”, “El sueño de Monk”, “Pis”, “La mitad de ella”, “Hadrones”… Ahí sigue el comentario.
“Pero me quedo con las percepciones de la letra de una canción que nace en el epígrafe del libro, transita por todos los cuentos (como transita una gota entre filamentos sólidos) y termina en uno mismo, en este caso en mí, que recibí el impulso de conocer toda la letra de esta canción. En este libro hay personajes que miran por la ventana de un auto, o de un ómnibus; otros que miran por la ventana de un cuarto, de una azotea o de un bar, y hasta hay personajes que miran a través de una tela. Sin embargo, la escuadra de las cosas, y la presencia de las personas, como siempre, sigue siendo un misterio. Porque como sucede en la tapa, no siempre se reconocen los contornos.”
Genial. Fíjense. Mencionó apenas de nuevo el texto de la contratapa pero volvió a enlazarlo con el epígrafe y la imagen de la tapa y llegó a lo que todos los lectores esperamos: el hilo conductor de los relatos. La discreta unicidad de los relatos autónomos que dialogan entre ellos. Cómo.
“Para quién es el canto [en libre traducción], se pregunta alguien en la canción-epígrafe de este libro, y yo propongo que cada uno se haga responsable con su respuesta.”
Este podría ser un remate que un autor escriba en un comentario de su propio libro. Un pudoroso comentario de un libro que no requiere comentario, que necesita de ustedes, de nosotros, los lectores.
No me gustan los presentadores de libros que con tanto afán de lucimiento, con tanta frase elaborada, con tanta escritura, terminan por opacar el objeto de la presentación que pasa, muy descortésmente, a segundo plano.
Cuando Vigna me propuso ser presentador de su libro no pude negarme, aunque hubiese preferido que no me lo propusiera… porque entonces estaría tan pancho como ustedes viendo qué dice ese tipo o qué dirán esos tipos sobre ese libro que no leí. ¿Se tomarán mucho tiempo? ¿Cuándo empezará la prometida música, cuándo la bebida?, etcétera.
El libro es muy bueno y estuve merodeando la redacción de varios de los textos que lo constituyen. ¿Y? Bueno. No sólo leí el libro y me dejé llevar por sus extrañas narraciones, algunas de las cuales leí en su versión dactilográfica; además debí releerlo para decir algo en esta circunstancia.
Viví, por supuesto, o, mejor, reviví la experiencia reveladora de que leer un libro no es lo mismo que leer un conjunto de relatos dactilografiados (tipiados, como se dice) en una hoja A4; ni hablar de leer en una pantalla. Recibí de manos del autor unos de los primeros ejemplares que autografió. Gracias, pero me di cuenta que el privilegio me vino porque tenía que hacer mi tarea.
Como dije, he estado muy cerca de la redacción de estos textos y bastante también del proceso de edición. ¿Y si él se hubiese sentido obligado a pedirme que comente-presente su libro? Sospeché eso y no me animé a decírselo. Pero por qué me eligió a mí, por qué, me decía. En estas cavilaciones estaba cuado me vino una idea. Genial, creo. Una idea que sin dudas estaba destinada a romper la tradición del género (del género “presentación de libro”, claro). Voy a pedirle a Diego que escriba algo para que yo lo lea, me dije. ¿Cómo? Sí, le pediré que escriba un par de cuartillas acerca de lo que… ahí vacilé un poco: qué le pediría que escriba: a) lo que le gustaría que digan de su libro, b) lo que cree que su libro dice, es decir, lo que considerase que podría agregar a lo que los propios textos dicen. Pensé que lo mejor era hacerle la propuesta bífida y que él decidiera. Ensayé varias introducciones; alguna ligera: no sé, escribí cualquier cosa, lo que recuerdes de los textos, alguna interpretación; eso: una interpretación de los cuentos. Lástima que no sea un libro de poemas, se facilitarían las cosas, porque de la poesía se puede desencadenar un sinnúmero de interpretaciones. Pero no: ese libro es de cuentos. Narraciones algunas muy breves, otras no tanto, que no necesitan ninguna explicación subsidiaria. Bueno, puede ofrecerse a los lectores alguna clave de lectura o, lo que es más interesante: revelar los vasos comunicantes que conectan los distintos relatos. Ahí me detuve: con tantas advertencias estaría condicionando su comentario, su texto crítico sobre su libro.
No me animé. Pensé que él –20 años más joven que yo– diría –o pensaría–que esta propuesta, lejos de ser revolucionaria, era ni más ni menos una chambonada. Nada que ver, pensaba: si supiera, si yo pudiera hacerle saber que lo importante no era quién escribía la crítica sino, quién la leyera esa noche –qué poco convincente suena. No me animé a pedirle que hiciéramos eso y me doy cuenta de que los he privado a ustedes de algo que difícilmente está a la mano de los lectores: la crítica de los textos por su propio autor. Ustedes saben que es muy frecuente, sobre todo en provincias, que los propios autores del libro escriban la contratapa del libro. Por qué un autor –de provincias, hecho en Neuquén, como reza la solapa del libro– no escribiría la presentación de su libro, como se escribe un prólogo. Muchos autores prologan sus libros.
Los días pasaban, esta noche se acercaba y encontré una solución a mi dilema: si no podía pedirle, por pudor, que escribiera el comentario de su libro, al menos podía yo imaginarlo y me decidí por eso. (He estado muy atento a los acontecimientos recientes y me felicito de haber tomado esta decisión, porque esta mañana nuestro matutino nos sorprendió con una entrevista al susodicho autor que habla de su libro). Entonces, ahí va. Lo que creo que cree él de su libro.
“Primero tengo que reproducir el protocolo: escribir sobre un libro es una consigna en algún punto incómoda y difícil, y más cuando se trata de historias como éstas. Así que, en el comienzo, puedo limitarme a mirar el libro. La tapa es confusa, la interpretación de la foto depende de la distancia, y eso se adecua perfectamente a las cosas que viven dentro de las historias del libro. La tapa, desde lejos, no se sabe si es una explosión de rojo, una explosión de gases, humo, o alguna otra sustancia en algún tipo de aire (o de vacío). Y hasta puede llegar a ser la mitad precaria de un corazón. La mitad de un corazón irregular, sin contornos. Ahora bien: de cerca, ese volumen de rojo, todo eso que no se entiende mucho pero que se mueve, se convierte en el pelo muy enrulado de una persona, y lo que aparece nítidamente es un perfil. Las líneas de un perfil. Una nariz, una boca, un mentón, y un punto de luz, sobre todo eso, que refleja una pupila. Como afirma una de las historias del libro, un punto que hace brillar lo que generalmente no brilla: lo negro del centro de los ojos.”
Efectivamente, ahora vuelvo a hablar yo, lo que acabo de leer es típico del que empieza los libros por los detalles exteriores. El autor se demora en la superficie, en la tapa.
“Después, en el libro, comienza a aparecer el contenido textual: lo que lo convierte, en definitiva, en un libro. Se presenta una contratapa que propone una tesis interesante: dedicar el libro al miedo, por parte del autor, para no tener que dedicárselo al amor. Una vez abierto, efectivamente aparece una dedicatoria al miedo y nada más; y a continuación un epígrafe que cita un fragmento de canción de Belchior, tal como dice ahí, exaltada en la voz de Adriana Calcanhotto. El epígrafe corresponde a la canción titulada ‘Esquadros’.”
Ahí está. Perfecto. Primero la tapa, después el epígrafe. Detenerse en el epígrafe.
“¿Pero qué relación tiene esto con la confusión inicial de la vista, y con la materia del libro, con las entrañas de estas cinco historias? Yo, Marcelo Casarin, me puse a buscar la letra completa de esta canción, y sin querer me encontré en medio de algunas sensaciones sobre la voz intérprete de Calcanhotto. El epígrafe de la canción dice que alguien anda por el mundo y que los autos corren ¿para qué? Y los chiquitos, ¿para dónde corren? Ese alguien, en el epígrafe, dice transitar dos lados de un mismo lado, dice gustar de los opuestos. Dice exponer su modo, dice mostrarse y, por último, se hace una pregunta: ¿para quién canto?”
(Creo que acá le faltó algo, una especie de didascalia que debió agregar: Casarin lee el epígrafe en portugués)
Para quién es el canto, se pregunta: diría Vigna tratando de hacerse el Casarin; entonces ahí se revela en esa traducción libre y sintomática: yo canto para quién, dice el texto.
“Resulta que en otros pasajes de la canción, ese alguien también se interroga, en su andar por el mundo, dónde están sus amigos. Se pregunta dónde está su alegría y su cansancio; dónde está su amor. Dónde están esas cosas de las que nadie, al final, puede despegarse, como la mismísima soledad: la certeza de que en muchos momentos no se tiene a nadie al lado.
El estribillo de “Esquadros” enumera el acto de mirar. Una pequeña lista de un ensimismamiento cotidiano. En el estribillo, alguien mira por la ventana de un auto, por la ventana de un cuarto, a través de una tela. Y en esa mirada concluye que todo tiene su escuadra: todo lo que se ve puede parecer encuadrado, aunque no se lo entienda.”
Fíjense que ya van varias líneas dedicadas primero a la tapa, después al epígrafe; luego a la relación entre la tapa, el texto de la contratapa y el epígrafe. Entonces, me digo, seguramente ahora volverá al texto de la contratapa. Dicho y hecho. Sigue él.
“Podría entonces hablar aquí, como ya ha dicho Ricardo Romero en la contratapa, de todas las cosas sin nombre que les suceden a los personajes de estos cuentos; cosas que brotan, en este caso, entre hombres y mujeres, entre amores y miedos, entre insultos y silencios. Y omisiones.”
Sospecho que no dirá nada de los textos, estoy casi seguro que no dirá nada de esos sugerentes títulos: “Una pequeña sonrisa de colores”, “El sueño de Monk”, “Pis”, “La mitad de ella”, “Hadrones”… Ahí sigue el comentario.
“Pero me quedo con las percepciones de la letra de una canción que nace en el epígrafe del libro, transita por todos los cuentos (como transita una gota entre filamentos sólidos) y termina en uno mismo, en este caso en mí, que recibí el impulso de conocer toda la letra de esta canción. En este libro hay personajes que miran por la ventana de un auto, o de un ómnibus; otros que miran por la ventana de un cuarto, de una azotea o de un bar, y hasta hay personajes que miran a través de una tela. Sin embargo, la escuadra de las cosas, y la presencia de las personas, como siempre, sigue siendo un misterio. Porque como sucede en la tapa, no siempre se reconocen los contornos.”
Genial. Fíjense. Mencionó apenas de nuevo el texto de la contratapa pero volvió a enlazarlo con el epígrafe y la imagen de la tapa y llegó a lo que todos los lectores esperamos: el hilo conductor de los relatos. La discreta unicidad de los relatos autónomos que dialogan entre ellos. Cómo.
“Para quién es el canto [en libre traducción], se pregunta alguien en la canción-epígrafe de este libro, y yo propongo que cada uno se haga responsable con su respuesta.”
Este podría ser un remate que un autor escriba en un comentario de su propio libro. Un pudoroso comentario de un libro que no requiere comentario, que necesita de ustedes, de nosotros, los lectores.
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